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domingo, 21 de octubre de 2018

Babi, mi cabrita.

Nunca pensé que podía llegar a tener una cabra en casa. Pero de pronto me vi con una chivita en los brazos de apenas dos días de vida. No era igual que coger a uno de los perritos, aunque el tamaño era muy parecido. Tenía las patas mucho más largas, y no era tan fácil de manejar.

El camino a casa con la nueva bebé de la familia, aunque era muy corto, se hizo eterno. En mi cabeza se mezclaba la sorpresa de tener un animal distinto a todos los que había pensado nunca tener, la alegría de tener la oportunidad de cuidarla, y el miedo de no saber cómo hacerlo.
Teníamos preparado un sitio para ella, una cabreriza que habíamos acondicionado muy bien, con una capa bien grande de heno. Era un lugar calentito y seguro, pero, aun así, nos daba pena de que se quedara allí solita, tan pequeña...
Decidimos dejarla con nosotros en casa unos días, para que no tuviese frío y no se sintiera sola.
Al principio, se sintió un poco extraña. Los perros no hacían más que perseguirla, olerla y llamar su atención para jugar. Poco tardó en comenzar a dar sus primeros saltos. Días después, ya sabía subirse al sofá para dormir allí, y jugaba con sus hermanitos los yorkis como si fuese uno más.


Pero una cabra no es un perro. Poco caso hacía de las recomendaciones que le dábamos, así que, cuando ya vimos que los saltos superaban la altura de muchos de los muebles del comedor, decidimos que era buen momento para hacer la mudanza.
La cabreriza le vino un poco grande. La dejábamos allí para dormir, y por la mañana la soltábamos para que jugase con sus amigos, pero las noches se le hacían largas y lloraba desconsolada. Teníamos dos opciones: convivir con ella en casa, o meterle algún amigo que le hiciera compañía. Y, lógicamente, optamos por la segunda.
Cada noche dormía con ella uno de nuestros yorkis. A ellos no les importaba pernoctar con su nueva hermana, y nosotros nos quedábamos muchísimo más tranquilos, porque sabíamos que ella estaba encantada de no estar sola.
Criarla a biberón fue una de las cosas más bonitas que había hecho en mi vida, no importaba que fuese diciembre o que estuviera nevando. La chivita tenía hambre, y siempre estábamos dispuestos a prepararle su comida, que ella recibía con muy buena gana.
Los primeros días, se tomaba una medida de leche más o menos equivalente a un vaso de los de agua, un cuarto de litro aproximadamente. Luego, la dosis fue aumentando progresivamente, hasta que, al final de la lactancia, era una botella de litro y medio la que llenábamos de leche.
La tetina que usábamos era adaptable a casi cualquier tipo de botella de boca estrecha, y por supuesto, especial para este tipo de animales. Mucho más larga que la que se usa para un bebé humano, y de una goma bastante resistente, para que no se rompiera.
Estuvo disfrutando de la libertad diurna, hasta que comenzó a comerse mis flores. Entonces, para evitar que diera al traste con todo el trabajo que habíamos hecho, le hicimos un patio en la cabreriza. Un espacio grande, donde ella pudiera correr, saltar, y hasta recibir visitas de sus amigos los perros, pero de donde no pudiese salir a degustar las variedades de flores, frutales y plantas de huerto, que con tanto trabajo cuidábamos.
Babi fue creciendo y se convirtió en una cabrita preciosa. Los recuerdos de aquella primera etapa en la que estuvo viviendo en casa con nosotros, no se le han borrado en ningún momento, y siempre que anda suelta, su primera intención es acomodarse en el salón, cosa que intentamos evitar, por el bien de nuestro mobiliario.




La sacamos a comer hierba fresca, que es lo que más le gusta, pero en la cabreriza siempre procuramos que tenga bastante variedad de alimentos, y agua fresca y limpia. Me ha sorprendido mucho lo escrupulosas que son las cabras. No consiente beber un agua que no esté perfectamente limpia y cristalina, aunque la acabe de ensuciar ella...
Suele tener pienso en el pesebre, y además, le compramos una mezcla de grano que le encanta. Lleva guisantes, habas, trigo, maíz, cebada, avena, etc. También le compramos alpacas de alfalfa, heno y albeja.
Y lo que más le gusta de todo, es comerse las matas que quitamos del huerto. Las habas, cuando ya han terminado su producción, las arrancamos y se las damos a ella. Se puede comer tal cantidad en un momento, que yo a veces no entiendo cómo le puede caber tanto en el estómago.
Babi me ha venido a recordar que todos los animales, sean más o menos domésticos, son iguales en cuanto a cariño se refiere. Le gusta que la acariciemos, que estemos cerca, y siempre está dispuesta a echar un rato de juego.
Se sube a los olivos con una agilidad que, a veces, me asusta. Y no se conforma con que pases por su lado a hacer tal o cual cosa, sin que te acerques a saludarla y darle unos mimos.
Cuando tenía un año, le echamos el macho para que tuviese un chivito. Queríamos ir un poco más adelante con la experiencia, intentar aprender a ordeñar y hacer nuestros propios quesos.
El preñado de una cabra dura cinco meses. Estuvimos observando todos los cambios que se daban en su cuerpo. Las ubres empezaron a crecer poco a poco, hasta que al final, poco antes del parto, estaban ya completamente llenas de leche. Ella se comportaba más prudente que de costumbre, evitaba saltar y subirse a los árboles. La naturaleza es sabia, además de que también el peso le dificultaría la tarea.
El parto se hizo esperar, pero ha sido una de las cosas más asombrosas que he podido ver desde que estoy aquí. Ver nacer a un chivito, nunca lo hubiera imaginado.
Primero saca las patitas de delante, acompañadas del hocico, y después, de un tirón sale todo lo demás. La madre cortó el cordón umbilical con la pezuña de una pata de atrás, a una velocidad que tuvimos que ver varias veces el vídeo para poder apreciarlo.
Y apenas el chivito vio la luz, comenzaron sus esfuerzos por ponerse en pie. Aún con el pelito mojado por el líquido del parto, ya empezó a mamar de su madre. Fue algo realmente precioso.



Aprender a ordeñar a la cabra fue relativamente difícil. Primero, acostumbrar al animal a la nueva situación, y después, hacerlo de la manera más cuidadosa para evitar hacerle daño. No es una tarea demasiado complicada, pero la práctica, sin duda, es un grado.
Babi es tan cariñosa, que cuando la ordeñamos, procura aprovechar el momento para demostrarnos su afecto. Hay veces que he tenido que dejar la faena a medias para darle el abrazo que me estaba pidiendo. Gracias a ella, he aprendido cosas que nunca hubiera imaginado, y también he vivido experiencias inolvidables. Y las que me quedan por vivir...

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